viernes, 20 de noviembre de 2009

Cuento: En un segundo


En un Segundo

Autora:
July Lizeth Bolívar Rodríguez

Dicen que un suspiro es un aliento fresco y exhortante de un alma enamorada. Así lo pensaba Eugenia Tabares mientras leía un pasaje de la novela “Sólo Amor” de Erich Segal en el que Matthew Hiller despertaba en su cama sollozando con sus ojos desorbitados por la anestesia, al no encontrar junto a él a su eterno delirio Silvia María Dalessandro. Era una noche calurosa, aunque Eugenia no abría las ventanas porque tal vez el canario petirrojo de su vecina entraba de nuevo y sacudía su cuarto, además no quería alterar a su perro Goofy. Estaba cansada, su jefe, el Señor Miranda la había presionado para editar la sección de trucos de cocina para la revista en su versión semanal, aunque ella había sentido mayor satisfacción si se tratara de una columna de opinión. Pensó en adentrarse en la regadera pero ya entre cobijas meditaba acerca de su vida, así que lo postergó. Planeó mentalmente el presupuesto de ese mes para la compra de faroles, jarrones y alfombras pues estaba recién mudada y era nueva en la ciudad, y su entorno estaba un tanto vacío a pesar que su apartamento ventajosamente no era tan espacioso. Por alguna razón que no se explicita y que ni la misma Eugenia se atreve a suponer, estaba invadida por una inquietud, se sentía incómoda, no sabía si era soledad, extrañeza o simple insomnio. Se precipitó a tomar la franela de terciopelo azul que su abuela tejió para ella el día de sus quince años. Cubrió desde su cintura hasta sus pantorrillas ya que acostumbraba a no cobijar sus pies. Después se le antojó calentar un poco de leche para conquistar a Morfeo; también se dirigió hacia el baño aunque le daba igual lavar sus finos dientes blancos o no. Divisó en el reloj de pared las tres de la mañana y no lograba descansar. De repente el sol se asomó a su buhardilla y como era de esperar la noche fue demasiado breve, menos mal era domingo. Se levantó, tomó una ducha y optó por llevar el rosa natural de sus mejillas. Abrió la puerta y como todas las mañanas Doña Josefa, su vecina quien ocupaba el cuarto 203 del edificio, justo al lado derecho de su espacio, esa anciana solitaria de pronunciadas arrugas en su frente y expresión oscuramente fría con vetustos harapos, daba pistacho a sus aves, entre ellos aquel petirrojo travieso cuyo nombre aún desconocía. Doña Josefa alzó su mano y con un gesto de hipócrita cortesía saludó a Eugenia, ella esbozó una sonrisa tímida pero sincera mostrando su perfecta dentadura como las finas, lustrosas y simétricas gemas, y descendiendo las ahuecadas y chirriantes escaleras que conducían hacia la salida. Caminaba por el asfalto divagando y observando el vecindario que hasta ahora estaba conociendo. Dejo a Goofy en casa pues aun era inquieto al recorrer lugares públicos. Conducía sus pies hacia el centro, que se ubicaba a unas cuantas cuadras de su residencia. Quería desayunar pero el Restaurante Albufera que frecuentaba en sus horas de almuerzo estaba cerrado, así que se aventuró a un bocado ligero en un café ordinario porque no contaba con mucho dinero. Llegó a un llamado Bar Café Mistika de aspecto elegante al final de la cuadra, decidió entrar pues no había ningún otro lugar cercano para saciar su apetito. Sólo tomaría un tibio chocolate con hot cakes. Sonó la campanilla avisando su llegada, por lo cual una joven de aspecto armonioso la atendió, tomó su orden y le pidió esperar mientras el chef un poco retrasado arribaba pues eran las ocho y treinta de la mañana. Eugenia sin tener nada que hacer en casa, asintió con cierto grado de impaciencia aparente para denotar una imagen de mujer ocupada. Escogió una mesa en la parte izquierda, en el rincón, pues le agradaba divisar el flujo colectivo a través de los enormes ventanales de vidrio grabado con marco extranjero. Pidió la prensa y leyó un artículo breve que hacía alusión a la historia de un infante huérfano que con sus hermanos hacia malabares en las esquinas de los semáforos para obtener honradamente un sustento aceptable. Sintió una leve conmoción y tristeza, cuando su estado reflexivo fue irrumpido por la mesera al reposar sobre su mesa los hot cakes y el tibio chocolate que tanto esperaba, aunque sí cuestionó su atención pues ni se percató de la hora de llegada del chef, ni que eran las nueve y treinta de la mañana, ni que el Bar Café Mistika estaba a reventar.

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